domingo, 13 de octubre de 2013

ESPEJOS EN EL CINE

Sentados en hileras de butacas, como el pasajero que otrora permanecía inmóvil frente al paisaje enmarcado de una ventana de tren, notamos cómo las luces del recinto se apagan y ya sólo permanece la pantalla: una ventana abierta[1] al universo neoplatónico de la ficción. Se abre un paréntesis espacio-temporal que vincula nuestra experiencia sensorial a una narración sólo fingida en apariencia, pues nos interroga de manera incesante, extendiendo sus límites más allá del encuadre. Este carácter centrífugo señalado por Bazin, y que durante las primeras décadas del cinematógrafo marcó diferencias notables respecto a las artes plásticas, equipara la pantalla de proyección con el reflejo del ser humano en las aguas de Narciso[2] o con la superficie del espejo, que “desde la Antigüedad es visto con un sentimiento ambivalente. Es una lámina que reproduce las imágenes y en cierta manera las contiene y las absorbe. (…) Es también símbolo de la multiplicidad del alma, de su movilidad y adaptación a los objetos que la visitan y retienen su interés. Aparece a veces, en los mitos, como puerta por la cual el alma puede disociarse y pasar al otro lado”[3]. Así lo presentó Carroll en “Alicia a través del espejo”[4], con idénticos componentes freudianos que el mito de Ovidio, trazando un itinerario que recuperaba la tradición iconográfica de las Venus de Rubens y Tiziano, la anamorfosis de Van Eyck o los juegos especulares de Tintoretto y Velázquez, al sugerir un “fuera de campo” a través del espacio enmarcado, respectivamente, en los espejos de “El lavatorio” y “Las meninas”. La pantalla de cine como espejo, convirtiéndonos en cómplices de la autorreflexión de sus personajes. Porque ellos, como nosotros, observan su reflejo interrogándose, buscando una verdad que no siempre complace sus expectativas –tal es el caso de la madrastra de Blancanieves-, desdoblando la realidad entre lo bello y lo dionisiaco, entre las luces y las sombras.
Detalle de "El matrimonio Arnolfini" (Van Eyck, 1434) / "Narciso" (Caravaggio, 1597) / Detalle de "El lavatorio" (Tintoretto, 1549) / Detalle de "Las meninas" (Velázquez, 1656)
Esta dicotomía ampara uno de los recursos artísticos más empleados; un complejo instrumento al servicio del lenguaje cinematográfico, último combatiente de la modernidad. Y precisamente en el cine, el espejo adopta la maniera paradigmática de “motivo visual” codificado, como “imagen de la imagen, el lugar donde, de acuerdo con Lacan, se produce la constitución de la conciencia del sujeto. Un cruce entre la experiencia del espectador y la del personaje es lo que produce una inefable turbación: la mujer que se interroga sólo mira dentro de sí, es un personaje ausente pese a su presencia (reflejada), vive replegada en ella misma. Delante de esta mirada interior, todo el resto, los demás personajes y los espectadores, sólo pueden sentirse intrusos”[5]. Esta intimidad frente al reflejo se traduce, en ocasiones, en una disociación de la personalidad, como puede apreciarse en “Ciudadano Kane” (“Citizen Kane”, Orson Welles, 1941), retrato de un magnate cuya entidad es la suma o duplicidad de otras personalidades recopiladas a lo largo de su vida, o en “El vampiro de Dusseldörf” (“M”, Fritz Lang, 1931), cuyo protagonista revela la maldad de su alma en el reflejo de su rostro, impenetrable hasta ese instante. 
"Blancanieves" (Disney, 1937) / "M, el vampiro de Dusseldörf" (Fritz Lang, 1931) / "Ciudadano Kane" (Orson Welles, 1941)
En efecto, como recurso narrativo, el espejo amplifica su capacidad para devolver la realidad objetiva y muestra la cara oculta del personaje. Darren Aronofsky conduce este viaje de idas y vueltas hasta límites insospechados en “Cisne negro” (“Black swan”, 2010), a través de la mente desequilibrada de una bailarina de ballet. La dualidad entre lo bello y lo siniestro, ya condicionada por la música programática de Tchaikovsky, se revela frente al personaje mediante una progresión de reflejos especulares en las salas de ensayo, las ventanas del metro o el tocador de su dormitorio. Hasta la mitad del metraje, logramos discernir ambos planos de realidad. Sin embargo, las pulsiones internas de la protagonista son liberadas al exterior y su punto de vista se mimetiza con el del espectador, que ya no observa objetivamente “desde fuera”, sino que es partícipe de una esquizofrenia que se contagia al encuadre y a todo cuanto transcurre dentro de sus límites: la pantalla se convierte en un reflejo de la tormenta emocional de la bailarina, fracturándose la continuidad espacio-temporal, permitiéndonos asistir a escasos episodios de realidad objetiva,  e invitándonos a descifrar un puzzle emocional.
 
"Cisne negro" (Darren Aronofsky, 2010) / "Copia certificada" (Abbas Kiarostami, 2010)
 
En ocasiones, esta correlación entre espejo y pantalla de cine es menos velada, pues aquél abandona su apariencia tangible como componente de la escenografía cinematográfica, y funde sus límites físicos con los del encuadre. Partiendo de Toulouse-Lautrec y Picasso, el cine ha evolucionado el motivo visual de “mujer frente al espejo” hasta converger en la “mujer frente a la cámara”, retrato de un personaje femenino que mira al objetivo estableciendo un vínculo de confidencialidad con el espectador, ubicado al otro lado del espejo. El personaje masculino queda así relegado a un segundo plano, que observa desde la distancia y asiste al deterioro de la relación: la mujer ya está más próxima a nosotros que a él. Así se demuestra en “Copia certificada” (“Copie conforme”, Abbas Kiarostami, 2010), revisión especular y posmoderna de “Viaggio in Italia” (Roberto Rossellini, 1954).
"París, Texas" (Wim Wenders, 1982) / "El silencio de los corderos" (Jonathan Demme, 1991)
 El espejo abandona así su mera función de “imitador de la vida” y se aventura a la confrontación en el espacio de uno, dos o más personajes. A través un ingenioso juego de luces, los espejos descubren la realidad que se esconde al otro lado, conectando a dos personajes en su superficie traslúcida. En “París, Texas” (Wim Wenders, 1982) y “El silencio de los corderos” (“The silence of the lambs”, Jonathan Demme, 1991), el personaje “que busca” se enfrenta al personaje que “esconde” la verdad. Bien a través de un cordón telefónico –que opera a su vez como cordón umbilical entre los personajes de Wenders- o los orificios de una celda de plexiglás, los protagonistas combaten sus pulsiones internas frente a su alter-ego. Los cristales que reflejan los rostros invitan a la construcción de un imaginario milagroso, disolviendo las facciones de dos personajes destinados a fundirse en uno solo –la magistral secuencia de tren en “El talento de Mr. Ripley” (“The talented Mr. Ripley”, Anthony Minguella, 1999)-, o devolviendo a un personaje el esplendor perdido y la gloria del pasado –Jean Dujardin reflejándose en el escaparate de una tienda de smokings, en “The Artist” (Michel Hazanavicius, 2011)-; sin embargo, el carácter efímero del reflejo irrumpe en esta transformación onírica, sacando al protagonista de su reflexión y devolviéndolo al otro lado.  

"El talento de Mr. Ripley" (Anthony Minguella, 1999) / "The artist" (Michel Hazanavicius, 2011)
La obra del cineasta español Carlos Saura está repleta de juegos especulares: bien como instrumento redentor del pasado –el personaje de José Luís López Vázquez regresa a la España de posguerra interrogándose frente a los espejos de la casa donde pasó su infancia, en “La prima Angélica” (1973)-; como laberinto de la memoria de un Francisco de Goya amnésico y titubeante con sus recuerdos, que deambula por pasillos y habitaciones que lo conectan con fragmentos de su pasado, en “Goya en Burdeos” (1999); o como instrumento duplicador de las figuras danzantes y alegóricas de sus proyectos musicales. Los personajes de Saura encuentran una armonía escultórica y psicológica en su reflejo simétrico, estableciéndose entre la tradición pictórica y el carácter humanista de la naturaleza. Su cine camina siempre entre dos realidades: la narración presente y el itinerario imprevisible de la memoria. Y en su búsqueda por la permanencia de la imagen cinematográfica, ha encontrado en el espejo –como objeto de autorreflexión, como puerta a otro estado de conciencia o como elemento fragmentario del espacio arquitectónico- un motivo visual recurrente que favorece el carácter sublimador del encuadre.
"Flamenco, flamenco" (Carlos Saura, 2010) / "Io, Don Giovanni" (Carlos Saura, 2010)


[1] Referencia a la “ventana abierto al mundo”; expresión acuñada por Gian Battista Alberti para designar la función que debían cumplir todas las artes.
[2] Caravaggio retrató la autocontemplación de Narciso en las aguas, en 1600.
[3] CIRLOT, J. A. (2011). Diccionario de símbolos. Madrid: Ediciones Siruela. 200-201.
[4] De título original “Through the looking-glass and what Alice found there”, fue escrito por Lewis Carroll en 1871 como continuación a “Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas”.
[5] BALLÓ, J. (2000). Imágenes del silencio. Barcelona: Editorial Anagrama. 60-61.

lunes, 23 de julio de 2012

Crítica de "THE DARK KNIGHT RISES" (Christopher Nolan, 2012)

Nacida entre las sombras, asciende como una de las obras maestras de nuestro tiempo.









 
“Lo bello es el comienzo de lo terrible que todavía podemos soportar”
(Rainer M. Rilke)

“Lo siniestro (Das Unheimliche) es aquello que, debiendo permanecer oculto, se ha revelado”
(Schelling)


En el imprescindible tratado sobre las ideas estéticas “Lo bello y lo siniestro”, el filósofo Eugenio Trías (Barcelona, 1942) desarrolla una tesis en torno a ambos aforismos: «Lo siniestro constituye condición y límite de lo bello. (...) [Lo siniestro) debe estar presente bajo forma de ausencia, debe estar velado, no puede ser desvelado». En otras palabras, lo que Trías intenta demostrar es la existencia de un espacio fronterizo en la expresión artística que favorece la conquista del efecto estético: la conexión entre dos opuestos que se retroalimentan, uno actúa como fuente de energía y de inspiración para el otro sin manifestarse, resolviéndose en un equilibrio catárquico, mezcla de misterio y fascinación, que aspira al carácter sublime de la obra de arte. En efecto, lo siniestro debe quedar bajo la superficie, apenas sugerido, pero como combustible para la estilización de las artes espaciales y/o temporales. El arte contemporáneo, y más concretamente el cine, siguiendo las coordenadas de la literatura, la pintura y la música, y erigiéndose como el arte total de nuestro tiempo, ha codiciado desde sus inicios la consecución de esta experiencia estético-catárquica en el público. Para ello, entre otras variantes, ha explotado las posibilidades expresivas de este equilibrio de fuerzas, reduciendo progresivamente la delicada frontera que separa la honestidad de la obra de arte del contrariado efectismo de un producto maniqueo. Como decía Novalis, «el caos debe resplandecer en el poema bajo el velo incondicional del orden». Pongamos como ejemplo las que considero como las tres obras paradigmáticas del pulso entre lo bello y lo siniestro: El vampiro de Düsseldorf (M, Fritz Lang, 1931), De entre los muertos (Vertigo, Alfred Hitchcock, 1958) y, sobre todo, El silencio de los corderos (The silence of the lambs, Jonathan Demme, 1991).

Para analizar El Caballero Oscuro: La leyenda renace (The Dark Knight Rises, Christopher Nolan, 2012), primero hay que definir el prisma desde el que se va a proceder: como obra independiente y/o como cierre de una trilogía –iniciada con Batman Begins (2005) y The Dark Knight (2008)-, como blockbuster adherido al género de superhéroes –y por tanto, subproducto de consumo- o como un experimento narrativo que plantea al espectador un debate moral sobre el actual sistema socio-económico desde una interpretación realista y contemporánea de los personajes de Bob Kane. Muchas de estas decisiones corresponden a diferentes tipologías de espectador, todas subjetivas y, en primera instancia, todas legítimas. Por ello, su descalificación no resulta honesta desde argumentos reduccionistas, como la exacerbada utilización de la música, la petulancia de sus efectos visuales, los titubeos de un montaje que explicita la trama o el carácter soterrado de los personajes –y que tanto desagrada al cinéfilo que prefiere la sutileza de un guión críptico- o la vuelta de tuerca a ciertos aspectos instaurados por las interpretaciones previas de las series de ficción o animación para TV, así como de las apuestas de Tim Burton o Joel Schumacher. Como no dispongo de espacio suficiente para resumir siquiera los aspectos antropológicos del personaje original, me remitiré a un ejemplo clarividente: los foros de cine españoles se han colmado de espectadores alarmados por las decisiones tomadas por los hermanos Nolan acerca del personaje de Selina Kyle/Catwoman -interpretado por Anne Hathaway-, tachándolos de traidores con respecto al original. Nuevamente, en nuestro país se impone la soberbia del que opina desde el desconocimiento, al errar tomando como “original” lo que en realidad fue un capricho más de la visión neogótica de Burton: reducir a mera rivalidad la más ambigua relación entre Batman (Christian Bale) y uno de los villanos de Gotham City. Nunca antes de esta franquicia, en la pequeña o la gran pantalla, se tomó una postura tan acertada y justa con el personaje de Catwoman.

Sin embargo, no todo son rosas en esta conclusión de la trilogía, que adolece de una estructura de guión irregular, que se detiene en exceso en su primer bloque para recapitular los acontecimientos de la entrega anterior y, ante todo, para sublimar la necesidad de un símbolo que mantenga la esperanza entre una sociedad desencantada que cuestiona a los dispositivos de poder –sin embargo, la praxis de este prefacio resulta necesario para entender el final escogido por Nolan para el superhéroe-; así mismo, la intermitencia del punto de vista acaba pesando sobre la atención del espectador de masas, que asiste al cine con una capacidad fruitiva convencional, ávido de caminar como un funambulista por la cuerda que separa el bien del mal –gracias al atractivo que siempre desprenden los villanos-, para finalmente posicionarse del lado de los justos. Precisamente, el punto de vista omnisciente que impera en la película –con las intermitentes apariciones de Batman o el esquema preparatorio de acción hasta el ataque terrorista- plantea un ejercicio atípico en el cine de superhéroes, que requiere por sí solo de un análisis más exhaustivo. Esta decisión, no tan bien resuelta como en las dos entregas anteriores, y sumada a la introducción melodramática de varias secuencias de alto voltaje sentimental o a innecesarios planteamientos iniciales –por ejemplo, descubrir a Bruce Wayne como un marginado social que camina con muletas-, suponen quizá los cimientos que peor se sostienen en el relato.

Aún así, y tomando en consideración las expectativas de todos los tipos de público, este me parece un mal menor en comparación con las decisiones estético-narrativas que asume el director: el lenguaje cinematográfico de The Dark Knight Rises, que explora mejor que nunca esa frontera entre lo bello y lo siniestro –no perdamos de vista la praxis de la saga-, y eleva a esta película por encima de sus predecesoras. Ya desde la primera imagen de la película, Nolan dota de simbolismo y significado a todos sus encuadres: el hielo se resquebraja, quizá poniendo fin al letargo de ocho años del superhéroe, pero también representa el inminente caos que acecha a la ciudad –cuyo orden se mantiene en pie sobre una mentira, la imagen lavada de Harvey Dent- y, sobre todo, a los ciudadanos juzgados por una sociedad anárquica y autárquica, que se verán precipitados al exilio y a caminar sobre una superficie helada que se agrieta a sus pies. Esta secuencia, según el imaginario de cada sociedad –y a la española le llega por parentesco directo-, remite a los rehenes de las dictaduras militares obligados a caminar hacia el paredón, de espaldas al ejército armado. Y es que todo el lenguaje visual de la película plantea, a través de este tipo de imágenes alegóricas, cuestiones éticas con diversas lecturas: Bane (Tom Hardy) desarma la mentira urdida por Batman y el comisario James Gordon (Gary Oldman), aniquila el orden establecido, aísla a la ciudad pero pacta con las autoridades norteamericanas para asegurar la supervivencia de su dictadura –el cine español contemporáneo jamás se ha animado a construir un relato metafórico similar- e instaura una anarquía en la que el pueblo adquiere el poder para juzgar y dar muerte –similar a la medieval Fiesta de los Locos-, ignorante de que esa burbuja asfixiante los acabará destruyendo. Surge entonces la que, a mi parecer, es la culminación nolaniana del personaje de Batman, y para la que las dos entregas anteriores funcionan como proceso evolutivo: el director recurre a pasajes incipientes del cómic, rescata al villano por antonomasia del superhéroe –para los enamorados de Jack Nicholson o Heath Ledger, no se trata de Jocker- y lo nutre de un juego intertextual con varios héroes de la mitología griega. Los ecos al unísono de “Asciende” –una vez más, fracaso en la traducción al castellano del título de una película- retumban en el túnel vertical, ya vaticinados en los acordes musicales de la primera mitad de la película, y refuerzan el carácter de un héroe que cada vez está más cerca del cielo/símbolo/eternidad –el cambio del Batmóvil “Acróbata” por un artefacto volador no es baladí-, y que bajará por última vez a tierra para librar su lucha a cuerpo con Bane, a la luz del día, en mitad de un enfrentamiento entre ciudadanos que homenajea a los librados durante la Guerra Civil estadounidense a mediados del siglo XIX.

Por estas y otras muchísimas razones, la trilogía de Nolan asciende como uno de los referentes cinematográficos de nuestro tiempo, no sólo del catálogo de superhéroes, sino como caso ejemplarizante de una corriente universal e intercultural que parece rebasar el posmodernismo y disuelve las fronteras expresivas entre los distintos géneros: el Renacimiento de un cine que vuelve a beber de las fuentes clásicas para narrar desde las inquietudes contemporáneas.

Juan Francisco Viruega (23.07.2012)